martes, 21 de julio de 2009

La fractura de la idea de Dios a partir de la violencia


Hace unos días una señora me decía: padre sabe cual es el problema, quiero creer en Dios y no puedo. Inmediatamente me relató que en su memoria aún guardaba los recuerdos de cuando su familia (esposo e hijos) habían sido masacrados en medio del conflicto armado en Guatemala.

A estas alturas a ella ya no le importaba quiénes habían sido sus verdugos, simplemente quería volver a creer en Dios, lo sentía como su más sentida necesidad, quizá volviendo a creer podría dejar a sus seres queridos “descansar en paz” y quizá ella podría empezar de nuevo con su vida.

Lejos de maquinar una reflexión en la cual se reduzca la experiencia de Dios a un mero utilitarismo me gustaría compartir algunas notas que me parecen importantes a la luz del testimonio de esta buena señora.

La historia de las religiones, la fenomenología de la religión, la teología y todo saber que indaga las experiencias de lo trascendente, nos muestran cómo la idea o caracterización de Dios depende, en gran medida, de las experiencias humanas que constituyen el referente de lo existente para el ser humano.

En la historia (incluido el cristianismo como parte de ella), Dios es presentado y experimentado como una propuesta de sentido para la vida del ser humano, especialmente del que sufre como víctima de realidades que denigran su dignidad.

Algunos acontecimientos históricos han evidenciado lo fácil que puede resultar para una sociedad “creyente”, cristiana en el caso que nos interesa, confabularse y anular sistemáticamente la dignidad humana. El que una sociedad cristiana, de modo prolongado, ejecute acciones que destruyen la vida humana hacen del cristianismo, en una primera percepción, pierda significatividad, por lo tanto, se le puede llegar a considerar un discurso “no útil” para la vida del ser humano.

El problema de la negación del sentido, sea cual fuese, a partir de la violencia que produce víctimas inocentes, es que los que producen esa violencia mantienen un discurso sobre Dios que no coincide con lo que hacen. Esa esquizofrenia es la que hace que muchos prefieran dejar de creer aunque eso les cueste renunciar a aquello que tenían por más sagrado: Dios.

Es entonces cuando comprendemos que la Teología, entendida como lectura intelectiva de la experiencia cristiana, para ofrecer un discurso significativo tenga que ofrecer claves de interpretación para que el creyente, desde sus experiencias de contraste entre lo humanizante y lo deshumanizante pueda reconstruir la historia humana como historia de salvación en la cual Dios hace una opción preferencial por el que sufre.

Esta conciencia, que apunta a recuperar la intuición original de la experiencia de Jesús de Nazaret, se hace parte de la experiencia de un sinnúmero de lugares en los que la violencia infligida a seres humanos ha producido deshumanización y destrozos en la constitución misma de quienes, sin desearlo o provocarlo, han resultado víctimas.

El caso de Guatemala es un claro ejemplo, la posguerra o guerra fría produjo una lucha de “poder” entre dos grandes potencias por dominar geopolíticamente el mundo, en cuenta nuestro país. Durante 36 años el enfrentamiento armado interno entre el ejército y las guerrillas produjo más de 200,000 víctimas, la mayoría inocentes.

El sentir religioso de nuestros pueblos en Guatemala, permitió resistir la guerra. El sufrimiento y la deshumanización de las víctimas se vieron amortiguados por un sentimiento profundo de justicia divina. Sin embargo, 13 años después del cese de nuestro enfrentamiento armado, las reflexiones, o mejor dicho, las evidencias, empiezan, silenciosamente, a cuestionar esa experiencia.

No puede ser de otra forma, como se dijo en el informe de REHMI al rescatar las experiencias de las víctimas: “La represión produjo amenaza vital, tristeza por lo sucedido en una gran mayoría de casos y muy frecuentemente sufrimiento externo con hambre, sentimiento de injusticia y problemas de salud. El duelo alterado por la muerte de los familiares, el cuestionamiento de su dignidad y la impotencia e incertidumbre respecto al futuro, forman un segundo grupo de efectos que indican un cambio global en el sentido de la vida”[1].

La guerra se convirtió en una experiencia traumática para quienes la vivieron. Tal y como me lo decía la señora con la que inicie este texto: quiero creer, pero no puedo, los que creen en Dios me dejaron viuda y sin hijos, es mejor no creer, aunque quiera.

A lo que ella me decía yo sólo le podía decir: usted tiene razón, yo tampoco puedo creer aunque quiera. El dios de esa gente no era dios, era su pretexto para hacer todo lo contrario a lo que el Dios de Jesús proclama.

La guerra paró hace 13 años, pero la violencia sigue y sigue en Guatemala, me preocupa, pues esta violencia (física y mental) que seguimos produciendo los cristianos (de la denominación que seamos), es el cultivo de una sociedad que dentro de algunos años podemos llegar a ser: una sociedad para la cual Dios no tiene ningún significado y para la cual es mejor no creer, porque cuando creyó lo único que fue capaz de producir fue una estadística de 18 muertes violentas diarias.


[1] ODHA, Guatemala Nunca Más (versión resumida), Donostia, Tercera Prensa-Hirugarren Pentsa, S.L., 1998, p. 29.