martes, 23 de marzo de 2010

La compasión, resultado del encuentro entre lo humano y lo divino

“Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían
y lamentaban por Él. Jesús volviéndose a ellas, dijo:
Hijas de Jerusalén, no lloren por mí;
lloren más bien por ustedes y por sus hijos.
Porque llegarán días en que se dirá:
¡Dichosas las estériles y,
las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron!”
(Lucas 23, 27-29)



Queridos jóvenes, caminamos junto al Señor en este que los creyentes llamamos el camino de la cruz, el vía crucis. Nos encontramos ya en la octava estación. A medio camino. Cuando el cansancio empieza, cuando el dolor ha doblegado al mismo Señor, hemos visto como con Simón de Cirene se nos ha pedido que le ayudemos con la pesada cruz que lleva en hombros.

Ahora nuestro amado Jesús, ese que nos da vida a partir de la entrega de su propia vida, se encuentra con un grupo de mujeres que va entre la multitud que observa a Aquel hombre que se empieza a desfigurar por el daño corporal que ha recibido.

¿Quién podría descubrir a Dios en aquel rostro desfigurado? ¿Quién podría llorar por un hombre que ya no parecía hombre? Sólo aquellas mujeres que comprendían el dolor porque, seguramente, también habían recorrido en sus vidas momentos de dificultad. Mujeres abandonadas, viudas, violadas y violentadas por una sociedad machista, y es que sólo quién ha sufrido puede compadecerse del que se sufre.

Por eso queridos jóvenes, hoy no es un día cualquiera, es el día en el que como presente esperanzador de la Iglesia ustedes manifiestan, con este Vía Crucis y ese Congreso para jóvenes católicos, que nos hace falta algo. Hace falta que la Iglesia salga a las calles a proclamar la Buena Nueva y a practicar sin miedo la compasión, la misericordia y con ello se haga signo visible de salvación.

Esa salvación se nos muestra de modo catequético en esta octava estación. La experiencia vital de las mujeres es tal vez la nuestra, la de cada uno de nosotros que hoy venimos acompañando a Jesús, tal vez hemos sufrido desplantes, tal vez hemos sufrido por las drogas, por el sexo, por el alcohol, o por un amor que buscamos sin encontrar.

Tal vez nuestra realidad familiar, en algún momento, nos ha desfigurado, quizá hemos estado a punto de permitir que la desesperanza entre en nuestras vidas y se desplome, quizá hemos visto como aquellos amigos que nos juraban lealtad, nos han dejado solos cuando hemos asumido una vida de seguimiento de aquel que es Camino, Verdad y Vida.

Quizá las mujeres habían vivido eso y más, y por eso cuando ven a Jesús cansado y lastimado le comprenden, le ven a él y se ven en él, por eso lloran, porque saben lo que es sufrir. Ellas se compadecen de Jesús.

Es cierto aquel día iba mucha gente, pero muy poca se compadecía, muchos iban “al circo de la crucifixión”, muy pocos iban acompañando y compadeciéndose, es decir, sintiendo con Él, el dolor de amar hasta el extremo.

Cuando Jesús las ve, ve también en ellas esa historia fragmentada. Ve en ellas a quienes le pueden comprender, por eso las consuela, Él que ha recibido de ellas la compasión humana de las lágrimas, les da el consuelo divino, un consuelo que solo puede surgir de un Dios que conoce demasiado bien al ser humano.

No lloren por mí, les dice, lloren por ustedes y por sus hijos, yo ya he decidido en comunión con mi Padre dar la vida por ustedes, pero a ustedes aún les quedan muchas pruebas que superar. A ustedes todavía les corresponde mantener la esperanza aún después de la cruz.

Sólo si mantienen la esperanza a pesar de los signos de muerte que las sociedades provocarán tratando de ocultar el amor de mi sacrificio, solo entonces sus lágrimas serán del todo enjugadas.

Tengan cuidado, no se dejen llevar por los que digan que son más felices las que nunca dieron a luz, ni amamantaron. Quienes eso dicen, no han comprendido que la vida que no se transmite es pura esterilidad, se engañaran pensando que han encontrado la felicidad, pero lo único que han encontrado es la autosatisfacción del egoísmo, la egolatría, el olvido de los demás.

Queridos jóvenes aceptemos la invitación que se nos hace en esta octava estación, aceptemos ver a los ojos del que sufre, reconozcamos nuestro propio sufrimiento, y juntos seamos portadores de compasión en una sociedad guatemalteca que quiere vivir de espaldas a la compasión de Dios. Dejémonos tocar por la mirada de Cristo y dejemos que nuestra mirada sea hoy la de aquellas mujeres y después de ser tocados por esa mirada divina y humana vayamos al encuentro de nuestros hermanos y hermanas que solo nos están pidiendo que también les veamos a los ojos y que practiquemos con ellos y ellas la compasión.

Fray Mario Torres, o.p.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Cuando la violencia toca a la puerta o mejor dicho al atrio…


Por todos los medios de comunicación (incluido el más efectivo que es el boca a boca), sabemos que en Guatemala estamos “jodidos”. No sólo es lo económico ni los niveles de corrupción que campean como si no pasará nada. La violencia nos está matando, y lo digo con toda la fuerza que tiene la expresión. Hemos llegado en estos meses a la cifra, por demás alarmante, de 20 muertes violentas a diario (claro las registradas, porque si sumamos las que no se registran podemos sumar muchas más).

Uno de los graves problemas de la violencia es que la hemos asimilado, se ha convertido en el pan nuestro de cada día. Se nos ha olvidado que la violencia llama a que busquemos canales de alteridad para encontrar una solución adecuada al problema.

Se preguntarán a que viene este comentario, pues muy simple, hace unos días me ha tocado presenciar uno de esos asesinatos por encargo. El lugar: atrio de la Iglesia Rectoral Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

Así es, hoy a las 6.00 pm inicié una Eucaristía de novenario de difunto, estaba en el acto penitencial, cuando levante la vista me encontré con que un grupo pequeño de personas (5 más o menos) entraban por el pequeño atrio de nuestra iglesia, de pronto entra alguien corriendo por detrás de ellos y sin mediar palabra le dispara certeramente al único varón que iba en el grupo. Al asesino, según me dijo luego el señor que cuida carros lo estaba esperando una moto, al mejor del estilo del sicariato latinoamericano.

Como se imaginarán el caos se apoderó de la feligresía, entre quienes, al parecer, había gente armada que, por dicha, no reaccionaron de inmediato, de lo contrario se hubiese armado una balacera.

Un poco sumergido en el caos, pude asistir sacramentalmente a la víctima antes de que fuese llevado al hospital en donde falleció a su ingreso.

El resto nos quedamos para rezar un poco y calmarnos. Luego de un buen rato continuamos la Eucaristía con un pequeño grupo de gente que se había quedado.

En otros tiempos a otros frailes les tocó vivir la violencia utópica del querer cambiar nuestros rumbos, era otro tipo de violencia y de zozobra. La zozobra de vivir en un país en donde el absurdo del asesinato campea no deja espacio ni para respirar ni para ver utopías. Este asesinato que me toco presenciar me ha vuelto a situar en la frágil línea de fuego en la que vivimos los más de doce millones de guatemaltecos que cada día salimos de nuestras casas sin tener certeza del regreso. No quiero sonar pesimista, pero después de lo que mis ojos vieron hoy, se me hace difícil pensar que pueda existir una solución a corto o mediano plazo.